Por James Connolly
Una política de durante la Guerra Fría fue intentar colocar presidentes civiles en vez de militares en sus dictaduras latinoamericanas. Lógico: presidentes civiles ofrecían imagen de libertad y democracia, por muy autoritarios y salvajes que fuesen los regímenes en realidad
Ejemplo: en la Guatemala de 1966, cuando el ejército y grupos paramilitares fascistas como MANO y NOA se dedicaban a “hacer desaparecer” comunistas y sindicalistas, EEUU retiró su apoyo al coronel Peralta Azurdia y designó al “respetable” profesor Méndez Montenegro como presidente.
Esta estrategia yanki (que cualquier experto en mercadotecnia aprobaría) todavía existe. Para sus colonias EEUU prefiere gestores jóvenes, guapos y con apariencia progresista. Mucho mejor que el tradicional anciano conservador sin carisma ni atractivo mediático.
Esto encaja con lo que Joseph Nye llamó “poder blando”. El poder blando se podría definir como la capacidad de un estado para controlar otros mediante la persuasión cultural o la propaganda sutil, evitando la fuerza o las amenazas manifiestas.
Para aclararnos: Cuando invade un país o impone sanciones económicas, utiliza su poder duro. Cuando llena un país de McDonald’s, películas de Hollywood, series de Netflix o canciones de Taylor Swift, utiliza su poder blando.
Estamos inmersos en una guerra mundial híbrida: no solo se libra en Ucrania, sino también en los medios de comunicación, las redes sociales, las universidades y los productos de entretenimiento que consumimos. Tener poder blando resulta tan importante como tener armamento.
Es aquí donde el movimiento ecologista o marcas como LGTBI juegan un papel fundamental a favor de la OTAN. Sin embargo, aunque parezca que estas organizaciones luchan por la conservación del planeta y la justicia social, hacen mucho más daño del que alivian.
Marx escribió en El 18 de Brumario que el objetivo del socialismo científico era crear una sociedad nueva, no reformar la existente. Por tanto, los enemigos prioritarios de los trabajadores serían los socialdemócratas, ya que constituyen el poder blando de las clases dominantes.
En 1919 se confirmó la tesis marxista cuando el SPD (equivalente alemán al PSOE) se alió con los Freikorps (paramilitares de extrema derecha que ya llevaban esvásticas en sus cascos) para reprimir la revolución obrera liderada por Rosa Luxemburgo, a quien asesinaron impunemente.
Los socialdemócratas actuales se han agrupado en torno al wokismo, un conjunto de ideas aparentemente progresistas (pero liberales) que Europa importó de las facultades de Sociología estadounidenses. Veamos los peligros de esta corriente de acción política.
Para empezar, el wokismo refuerza el modelo neoliberal otanista. Parece que el sistema tiene disidencia y gente que protesta, pero ese ruido está controlado y legitima la estructura. Igual que el respetable profesor guatemalteco que presidía un régimen genocida encubierto.
Veamos el caso del ecologismo. Hace décadas se basaba en denunciar los abusos de empresas concretas: petrolíferas, mineras, madereras… Ahora se habla de un concepto abstracto e impreciso: cambio climático. ¿Quién tiene la culpa? ¿La clase trabajadora con sus coches de gasoil?
Gracias al ecologismo actual, grandes corporaciones como ExxonMobil o Chevron respiran tranquilas. Nadie cuestiona sus tropelías ambientales porque las personas interesadas en la naturaleza están ocupadas debatiendo cuánto debería durar una ducha o la importancia del veganismo.
Otro peligro del wokismo es que permite que los culpables de las grandes injusticias y desigualdades socioeconómicas del mundo blanqueen su imagen pública presentándose como filántropos muy preocupados por los derechos de los colectivos supuestamente oprimidos en sus países.
Es el caso de Florentino Pérez, que pierde dinero creando un equipo de fútbol femenino mientras sus empresas privatizan ríos de los cuales depende la supervivencia de cientos de pueblos. La prensa solo informa de la primera noticia y el magnate queda como un altruista inclusivo.
Otro ejemplo sería Penélope Cruz, quien se cortó el pelo “por las mujeres de Irán” (enemigo de la OTAN) y luego fue protagonista de un anuncio de la principal aerolínea de los Emiratos Árabes Unidos (aliado). El wokismo puede utilizarse hipócritamente como arma geopolítica.
El wokismo pretende manipular las sociedades eliminando sus puntos de referencia cultural e introduciendo ideología dominante (liberal) en sus conciencias para hacerlas vulnerables a los dictados de las instituciones globalistas y las grandes corporaciones internacionales.
Y es que, cuando los humanos carecemos de afiliación política, laboral o sindical, o de costumbres, creencias y lazos comunitarios, nos volvemos susceptibles a ser dirigidos por grupos de presión afines a los intereses del capital financiero global.
Un ejemplo sería Black Lives Matter (BLM) y, en general, todo el negocio que supone el movimiento “antirracista”. Una cortina de humo para los temas importantes que, a base de poder blando, ha logrado implantar mentalidad yanki en amplios sectores de la población europea.
Encontramos a menudo la curiosa paradoja de que quienes más hablan de “colonialismo” no se percatan de que ellos también son víctimas de colonialismo mental: en concreto, del colonialismo que ejercen universidades como Harvard, Yale, Princeton, Oxford o Cambridge.
Nada ejemplifica mejor el rechazo africano hacia BLM que el cruce entre y durante el último Mundial de fútbol. Los ingleses se arrodillaron como “gesto antirracista” antes del partido mientras los senegaleses los miraban con cara de “cuando acabéis el teatro, empezamos”.
BLM apenas analiza las causas del racismo (las desigualdades socioeconómicas), sino que se limita a “combatir” el producto en vez de la raíz del problema subyacente. Es, por tanto, un elemento distractor para la lucha de clases. Un movimiento ineficaz, pero muy ruidoso.
Por ello nunca dará respuesta a cuestiones como ¿por qué los guardias negros de prisiones yankis son más violentos que los blancos? Habría que atacar los cimientos de un sistema basado en la necesidad de establecer jerarquías y diferencias socioeconómicas: justo lo que no hacen.
Recientemente un profesor de Kampala me dio tres claves mientras hablábamos de los wokes “africanistas”: 1) ellos son liberales del dogma queer, pero el africano promedio es conservador y religioso 2) si el africano protesta o se rebela, tiende a hacerlo desde el punto de vista material, no racialmente identitario como ellos 3) ellos hablan de realidades que desconocen; universitarios norteamericanos que nunca han salido de su continente no deberían autodenominarse “africanistas” y, sin embargo, lo hacen.
El profesor ugandés comparte mi opinión de que, por estas razones, las sociedades africanas observan el wokismo con desconfianza y se enrocan en posturas reaccionarias tradicionales para protegerse de lo que perciben como imperialismo anglosajón.
Para finalizar, no puede obviarse el nefasto papel de las ONGs. Son empresas que, tras una máscara filantrópica y altruista, destinan gran parte de la recaudación (con frecuencia, más de la mitad) a sus nóminas, elevadas en los directivos y exiguas en los trabajadores rasos.
Cuando investigaba estos asuntos en la universidad, descubrí un chiste recurrente entre los recaudadores callejeros de una famosa organización caritativa internacional: “Necesitamos una ONG que se ocupe de los trabajadores de las ONGs”.
La consecuencia última de la acción de una ONG en África es el desmantelamiento de los recursos locales, así como la promoción del subdesarrollo y la corrupción. Si el 95% de la atención médica de Sudán del Sur está en manos de una ONG, ¿para qué tener un Ministerio de Sanidad?
De esta manera, las ONGs obligan a los países que “ayudan” a depender continuamente de la limosna exterior, impidiendo su desarrollo autónomo y favoreciendo allí tanto la influencia liberal globalista como la rapiña neocolonial de las empresas occidentales.