AP Photo / Rahmat Gul
Mientras que Occidente luchó en la guerra de la misma manera de principio a fin, los talibanes dieron pasos enormes, principalmente en comunicaciones estratégicas y operaciones de influencia. Además, el bando de aliados centró su innovación en minimizar los costes humanos, frente al deseo talibán de ganar a toda costa.
Christopher Ankersen | traducido por Ana Milutinovic
A pesar de sus terribles costes humanos, o tal vez debido a ellos, los conflictos bélicos suelen crear tiempos de innovación tecnológica. Las guerras napoleónicas trajeron las conservas; la Guerra Civil estadounidense impulsó el desarrollo de los submarinos. La Segunda Guerra Mundial empezó con biplanos, cargas de caballería y carros tirados por caballos, pero terminó con radares, cohetes V2, aviones de combate y la bomba atómica. (Quizás lo más fundamental, con el descifrado de los códigos alemanes en Reino Unido, la guerra también marcó el inicio de la revolución informática).
Históricamente, el vencedor es el bando más avanzado tecnológicamente. Los nuevos inventos permiten que estas fuerzas se adapten a las condiciones cambiantes, los nuevos sistemas les ayudan a seguir sus objetivos y las nuevas armas significan que pueden derrotar al enemigo de manera más eficaz.
Pero Afganistán es diferente. Se ha producido un progreso tecnológico, como la evolución de la guerra con drones, por ejemplo. Pero los avances realizados por Estados Unidos y sus aliados no han sido tan pronunciados como los anteriores, ni tan profundos como afirmaban algunos expertos. De hecho, al contrario de la típica historia, los avances tecnológicos que han tenido lugar durante los 20 años de conflicto han ayudado a los talibanes más que a Occidente. Si las guerras se libran mediante la innovación, los talibanes han ganado.
¿A qué nos referimos? Occidente luchó la guerra de la misma manera de principio a fin. Los primeros ataques aéreos en 2001 fueron realizados por bombarderos B-52, el mismo modelo que entró en servicio por primera vez en 1955; en agosto de este año, los ataques que marcaron el fin de la presencia estadounidense procedieron del mismo venerable modelo de avión.
Mientras tanto, los talibanes dieron pasos enormes. Comenzaron el conflicto armados con AK-47 y otras armas convencionales simples, pero en la actualidad han aprovechado la telefonía móvil e internet, no solo para mejorar sus armas y sus sistemas de comando y control, sino lo que es más importante aún, para llevar a cabo comunicaciones estratégicas y operaciones de influencia.
¿Qué supone esta abrumadora mejora tecnológica tan desigualmente distribuida?
Guerra existencial ‘vs’ guerra elegida
Para los talibanes, la guerra en Afganistán ha sido algo existencial. Enfrentados con cientos de miles de tropas extranjeras de los países de la OTAN, y seguidos por tierra y aire, tuvieron que adaptarse para sobrevivir. Aunque la mayor parte de su equipo de combate sigue siendo simple y fácil de mantener (a menudo no es más que un Kalashnikov, algo de munición, una radio y un pañuelo en la cabeza), han tenido que buscar nueva tecnología de otros grupos insurgentes o desarrollar la suya propia.
Occidente luchó en la guerra de la misma manera de principio a fin. Mientras tanto, los talibanes dieron pasos enormes.
Un ejemplo clave: las bombas al lado de la carretera o los artefactos explosivos improvisados. Estas simples armas causaron más bajas de las fuerzas aliadas que cualquier otra. Originalmente activadas por las placas de presión, como las minas, habían evolucionado durante la guerra para que los talibanes pudieran hacerlas estallar con sus teléfonos móviles desde cualquier lugar con buena cobertura. Debido a que la base tecnológica de los talibanes era más baja, las innovaciones que han realizado resultan aún más significativas.
Pero el verdadero avance tecnológico de los talibanes se produjo a nivel estratégico. Muy conscientes de sus deficiencias pasadas, han intentado superar las debilidades de su anterior experiencia en el gobierno. Entre 1996 y 2001, prefirieron mantenerse aislados y solo se conocía una foto de su líder, Mohammed Omar. Pero desde entonces, los talibanes han desarrollado un sofisticado equipo de relaciones públicas, aprovechando las redes sociales a nivel nacional y en el extranjero.
Sus ataques con artefactos explosivos improvisados generalmente se grababan con un teléfono móvil y se subían a uno de los muchos feeds de Twitter de los talibanes para ayudar con el reclutamiento, la recaudación de fondos y la moral. Otro ejemplo es la técnica de buscar automáticamente en las redes sociales términos clave como “apoyo a ISI”, en referencia al servicio de seguridad de Pakistán, que se relaciona con los talibanes, y luego soltar un ejército de bots online para enviar mensajes para intentar remodelar la imagen del movimiento.
Para el otro bando, las cosas fueron bastante diferentes. Las fuerzas occidentales tuvieron acceso a una amplia variedad de tecnologías de clase mundial, desde la vigilancia espacial hasta los sistemas operados a distancia como robots y drones. Pero para ellos, la guerra en Afganistán no fue una guerra de supervivencia; fue una guerra elegida. Y debido a esto, una gran parte de la tecnología tenía como objetivo reducir el riesgo de víctimas en vez de lograr una victoria absoluta.
Las fuerzas occidentales invirtieron mucho en armas capaces de alejar a los soldados del peligro (energía aérea, drones) y en tecnología para acelerar la entrega de tratamientos médicos inmediatos. El foco de atención de Occidente han sido cosas que mantienen al enemigo a distancia o protegen a los soldados de cualquier daño, como los helicópteros de combate, los chalecos antibalas con más protección corporal y la detección de bombas en carreteras.
La principal prioridad militar de Occidente ha estado en otra parte: en la batalla entre las grandes potencias. Tecnológicamente, eso significa invertir en misiles hipersónicos para igualar los de China o Rusia, por ejemplo, o en inteligencia artificial militar para intentar superarlos.
La tecnología no es un motor de conflicto ni una garantía de la victoria, pero sí que ayuda a lograrla.
El Gobierno afgano, atrapado entre estos dos mundos, terminó teniendo más en común con los talibanes que con la coalición. No se trataba de una guerra elegida, sino de una amenaza fundamental. Sin embargo, el Gobierno no pudo progresar de la misma manera que los talibanes; su desarrollo se vio obstaculizado por el hecho de que los ejércitos extranjeros proporcionaban las principales fuerzas tecnológicamente avanzadas. A pesar de que el ejército y la policía afganos han proporcionado cuerpos para la lucha (con muchas vidas perdidas en el camino), no han estado en condiciones de crear ni operar sistemas avanzados por su cuenta. Las naciones occidentales se mostraban reacias a equipar a los afganos con armas de última generación, por temor a que no se mantuvieran o que incluso pudieran terminar en manos de los talibanes.
Un ejemplo de eso es la fuerza aérea afgana. Se le proporcionó y se entrenó con menos de dos docenas de aviones de hélice. Esto permitió un mínimo apoyo aéreo cercano, pero estaba lejos de ser de vanguardia. Y trabajar con Estados Unidos significaba que Afganistán no era libre de buscar una transferencia de tecnología en otros lugares; estaba, en efecto, estancado en una fase de desarrollo atrofiado.
¿Qué indica esto? Que la tecnología no es un motor de conflicto ni una garantía de victoria, pero sí que ayuda a lograrla. E incluso las armas más rudimentarias pueden imponerse en manos de personas motivadas y pacientes que están preparadas, y son capaces, de hacer cualquier progreso que se requiera.
También señala que los campos de batalla del mañana podrían parecerse mucho a Afganistán: veremos menos conflictos puramente tecnológicos ganados por los militares con la mayor potencia de fuego, y más tecnologías antiguas y nuevas usadas en paralelo. Ya es así en los conflictos como el de Armenia y Azerbaiyán, y ese patrón lo podremos ver más con el tiempo. Es posible que la tecnología ya no gane las guerras, pero la innovación sí, sobre todo si un bando está librando una batalla existencial.