Francisco Herranz
Moscú, 5 ene (Sputnik).- Al cumplirse un año del asalto al Capitolio estadounidense, que dejó cinco muertos y 700 imputados, cada vez surgen más voces que advierten sin tapujos de que la victoria de Donald Trump en las próximas presidenciales fijadas para noviembre de 2024 podría ser el preludio de una profunda crisis democrática en EEUU.
Algunas de esas opiniones marcan incluso fechas. “Para 2025, la democracia estadounidense podría colapsar, provocando una extrema inestabilidad política interna, incluida la violencia civil generalizada. Para 2030, si no antes, el país podría estar gobernado por una dictadura de derechas”.
Quien se expresa así, en esos preocupantes términos, es un politólogo e investigador canadiense, Thomas Homer-Dixon, doctor en Ciencias Políticas por el prestigioso MIT, y catedrático por la Universidad de Waterloo.
El propio Homer-Dixon avisa a quien le lee que no hay que descartar estas posibilidades “porque parezcan ridículas o demasiado horribles de imaginar”, pues en 2014, la sugerencia de que Trump se convertiría en el 45º presidente de EEUU también les habría parecido absurda a casi todos. “Pero hoy vivimos en un mundo donde lo absurdo se convierte regularmente en realidad y lo horrible es un lugar común”, opina el experto.
La Presidencia de Trump y el ataque al edificio parlamentario situado en Washington han evidenciado el debilitamiento fatal de la democracia estadounidense y la extrema polarización política de su sociedad civil.
En noviembre pasado, más de 150 profesores de política, gobernanza, economía política y relaciones internacionales hicieron un llamado al Congreso para que apruebe la llamada Ley de Libertad de Voto, que protegería la integridad de las elecciones estadounidenses pero que ahora está estancada en el Senado. Este es un momento de “gran peligro y riesgo”, escribieron entonces. “El tiempo corre y la medianoche se acerca”, añadían en tono sombrío.
Lo cierto es que los senadores republicanos han bloqueado por tres veces, desde junio de 2021, este proyecto legislativo promovido por los demócratas. La Ley de Libertad de Voto buscaba contrarrestar las restricciones al voto que han impuesto en los últimos meses los republicanos a nivel estatal con la aprobación de 33 leyes en 17 estados que limitan el sufragio de ciudadanos hispanos, afroamericanos y personas con menos recursos económicos.
Los conservadores aseguran que su objetivo es frenar irregularidades, pero los demócratas creen que su verdadera meta es acabar con los controles que impidieron a Trump revocar los resultados de las elecciones presidenciales de 2020, en las que ganó el presidente Joe Biden.
La batalla por el derecho al voto se produce porque, en Estados Unidos, no existe un sistema electoral central. De esa forma, cada uno de los 50 estados de la Unión fija sus propias normas electorales, lo que hace posible que estas se orienten hacia el partido que ostenta el poder en cada territorio o que existan situaciones aberrantes como el ‘gerrymandering’, una flagrante manipulación de las circunscripciones electorales de un territorio, uniéndolas, dividiéndolas o asociándolas, con el objeto de producir un efecto determinado sobre los resultados en las urnas.
Pero sigamos leyendo la opinión de Homer-Dixon. “Hoy, mientras observo la crisis que se desarrolla en Estados Unidos, veo un panorama político y social que destella con señales de advertencia”. Al canadiense, que hizo su trabajo de posgrado en EEUU, no le sorprende en absoluto lo que está sucediendo allí, pues detectó que ya en la década de los 80 se estaba abriendo “una leve grieta en la autoridad moral de las instituciones políticas estadounidenses” que fueron abriendo con un cincel afilado y un martillo comentaristas y medios de comunicación de derechas.
“El poder de sus golpes se ha amplificado últimamente a través de las redes sociales y medios como Fox News y Newsmax. Las grietas se han ampliado, ramificado, conectado y propagado profundamente de manera constante en las instituciones una vez estimadas de Estados Unidos, comprometiendo profundamente su integridad estructural. El país se está volviendo cada vez más ingobernable y algunos expertos creen que podría caer en una guerra civil”, concluye el académico.
Las serias advertencias de Homer-Dixon no son una voz que clama en el desierto. Hace unos días, exactamente el pasado 17 de diciembre, el diario The Washington Post publicaba una opinión firmada por tres exgenerales estadounidenses: Paul D. Eaton, Antonio M. Taguba y Steven M. Anderson y titulada “Los militares deben prepararse ahora para una insurrección en 2024”.
El documento claramente alarmista arranca diciendo que los militares retirados están cada vez más preocupados por las posibles secuelas de las elecciones presidenciales de 2024 y “el potencial de un caos letal dentro de nuestro Ejército, que pondría a todos los estadounidenses en riesgo severo”. Y añade: “Estamos helados hasta los huesos ante la idea de que un golpe tenga éxito la próxima vez”.
El trío firmante, con largos años de carrera a sus espaldas, apunta que, si ocurre una insurrección como en enero de 2021, el potencial de un colapso total de la cadena de mando, desde su parte superior hasta el nivel de escuadrón, es significativo. “La idea de unidades rebeldes que se organicen entre sí para apoyar al comandante en jefe “legítimo” no puede descartarse”, consideran los tres.
Eaton, Taguba y Anderson se imaginan un Biden recién reelegido dando órdenes contra un Trump (u otra figura trumpista) que las da como jefe de un gobierno en la sombra. O peor aún, políticos a nivel estatal y federal instalando ilegalmente a un candidato perdedor como presidente del país. Y ante ese contexto de colapso militar, no descartan la posibilidad de una guerra civil, lo que debilitaría al país frente a enemigos y amenazas externas.
Ante este negro horizonte, los tres piden que se adopten medidas decisivas. Primero, que rindan cuentas ante la justicia los líderes que inspiraron el lamentable motín ocurrido ahora hace doce meses. También quieren que el Pentágono “identifique, aísle y destituya a los potenciales amotinados”, protegiéndose, además, de “los esfuerzos de los propagandistas que utilizan información errónea para subvertir la cadena de mando” y que desarrolle un “juego de guerra”, es decir, unos ejercicios militares, con el escenario de una insurrección postelectoral o de un golpe de Estado para poder identificar los puntos débiles del sistema y actuar sobre ellos. En resumen, la amenaza es real.