Nunca más sin la verdad: derechos, memoria y deuda del Estado

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Presentación de Helmut Kramer a nombre de esta Red de Sobrevivientes en el VIII Seminario de Derechos Humanos organizado por la Universidad Arturo Prat.

Agradezco esta invitación porque son pocos los espacios donde tenemos lugar las voces de las víctimas y sobrevivientes de abusos en la niñez cometidos en entornos institucionales. Más raro aún es poder conectar esta realidad con lo que realmente es: una violación a los derechos humanos.

Estoy aquí en calidad de víctima y de activista. Y aunque podría hablar desde lo forense o desde los hechos que marcaron mi vida, prefiero hablar desde lo colectivo, desde lo que significa cargar con este tipo de heridas en un país que todavía no asume su responsabilidad.

Sufrí este delito en el colegio San Luis en Antofagasta, a manos de un sacerdote jesuita. Pero no fue solo él. Se necesitó de toda una Iglesia para encubrirlo. Recién hablé décadas después, como casi todas las víctimas de estos crímenes. Pasan años —a veces toda una vida— antes de poder poner en palabras lo que nos hicieron, si es que no morimos antes por las secuelas que deja el abuso: suicidios, adicciones, enfermedades mentales, cuerpos enfermos por un trauma que nunca fue reconocido.

Mi historia no termina en ese colegio. Ninguna historia de abuso termina en el lugar donde ocurrió. En cada sobreviviente sigue viva la marca, porque las consecuencias no son un accidente. No es algo que “nos pasó”: es algo que nos hicieron. El perpetrador te elige, el entorno decide no ver, y la comunidad se hace la sorda y la ciega mientras el delito ocurre frente a todos.

El abuso sexual infantil en instituciones no es un hecho aislado ni un secreto bien guardado; es una práctica estructural, sostenida por redes de poder, silencio y complicidad. En Chile, como en tantos países, ese entramado incluye a la Iglesia Católica, congregaciones religiosas, organizaciones de scouts, hogares del SENAME y entidades estatales. Cambian los nombres y las fechas, pero el patrón es el mismo: abuso, encubrimiento, impunidad y un Estado que mira hacia otro lado.

Mi historia, como la de tantos otros, cambió el día que decidí hablar públicamente. Di testimonio al periodista Óscar Contardo, pero el medio donde él escribía censuró la publicación. Entonces la difundió en redes sociales, y fue allí donde me contactó la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico de Chile. Me recibieron sin preguntas, sin dudar de mi palabra, porque ellos y ellas también habían vivido lo mismo. Desde ese momento entendí que la salida es colectiva, que el activismo es una forma de sobrevivir y de enfrentar al monstruo.

La Iglesia busca siempre acallar a las víctimas: compra silencios, amenaza, difama o borra del debate público a quien se atreve a hablar. Tiene poder político, económico y mediático. Y a pesar de todo lo que se dice sobre reformas o avances, es falso que el Papa Francisco haya terminado con el encubrimiento o con los abusos. Lo afirmo con conocimiento de causa: las pruebas públicas muestran lo contrario.

Desde la Red empezamos a estudiar, investigar y conectarnos con sobrevivientes de otros países y con organizaciones de derechos humanos. Porque cuando el Estado te abandona y la Iglesia te quiere callado, no te queda otra que hacer el camino por tu cuenta. Y fue ahí cuando comprendimos algo que lo cambia todo: el abuso sexual en entornos institucionales es tortura.

La definición de la ONU es clara: la tortura es un acto intencional que causa dolor o sufrimiento grave, físico o mental, cometido por un funcionario público o con su consentimiento, con fines de castigo, intimidación o discriminación. El Comité contra la Tortura confirmó expresamente que la violencia sexual en instituciones, incluidas escuelas o centros del Estado, constituye tortura.

Por eso, cuando el Estado permite, tolera o encubre estos crímenes, es cómplice. Chile es Estado parte de la Convención sobre los Derechos del Niño desde 1990 y de la Convención de Belém do Pará desde 1996. Ambos tratados son clarísimos: la ausencia o negligencia del Estado frente a la violencia sexual equivale a participación en el crimen. En otras palabras, el Estado ausente también tortura.

Y sin embargo, seguimos sin verdad, sin justicia, sin reparación y sin garantías de no repetición.

El gobierno del presidente Gabriel Boric llegó al poder con una promesa concreta: crear una Comisión de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición para abordar los abusos ocurridos en entornos institucionales, especialmente en la Iglesia y el SENAME. Era una deuda histórica con miles de sobrevivientes. Pero esa promesa no se cumplió.

En 2022, el Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas le recomendó expresamente a Chile que avanzara con una Comisión de la Verdad que incluyera los abusos en instituciones religiosas y de cuidado estatal. Un año después, en mayo de 2023, la Defensoría de la Niñez reiteró la urgencia de crear esa Comisión, advirtiendo que debía considerar a todas las víctimas pasadas y presentes, sin separar los contextos ni las instituciones.

El gobierno ignoró ambas recomendaciones. Despreció informes, desoyó a las víctimas y archivó su propio compromiso programático. Hoy, tres años después, no existe Comisión alguna. No hay verdad ni reparación. Los abusadores mueren impunes. Los sobrevivientes mueren esperando justicia.

Mientras tanto, los abusos siguen ocurriendo. Los mismos espacios donde fuimos violentados siguen operando bajo el amparo del Estado, con subvenciones, con convenios, con silencio.

Y eso también es una forma de tortura.

Porque cada día sin justicia, sin reparación, sin reconocimiento, es una repetición del daño. Porque las heridas de la niñez no sanan sin verdad.

Chile conmemora este 2025 los 35 años de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. Y sin embargo, en este país el “interés superior del niño” sigue estando por debajo del interés institucional, del cálculo político y de la defensa de las jerarquías eclesiásticas.

Los derechos que los sobrevivientes exigimos no son favores ni gestos de compasión. Son derechos humanos:

  • Derecho a la Verdad, individual y colectiva: saber quiénes fueron los abusadores, quiénes los encubrieron y cómo operó el sistema de impunidad.
  • Derecho a la Justicia, no solo penal sino estructural: investigar las redes, las instituciones y los mecanismos que lo permitieron.
  • Derecho a la Reparación, tanto individual como colectiva: atención médica y psicológica gratuita, disculpas públicas, memoriales, fondos de reparación y apoyo a las familias.
  • Derecho a Garantías de No Repetición, que se traduzcan en educación en derechos humanos, protocolos reales y fiscalización efectiva.
  • Derecho a la Participación y Vocería, para que los sobrevivientes sean parte del diseño de políticas públicas, y no meros testigos pasivos.
  • Derecho a la Memoria Histórica, porque el olvido solo garantiza que vuelva a suceder.

Estos derechos están reconocidos en los tratados internacionales que Chile firmó y en su propia legislación, como la Ley 21.057 sobre entrevistas videograbadas para víctimas infantiles, o las normas del Código Penal y el Código Procesal Penal. Pero la letra de la ley no basta si no hay voluntad política para cumplirla.

El gobierno de Boric tuvo la oportunidad de marcar un antes y un después, de iniciar un proceso histórico de reparación y verdad, y eligió no hacerlo. Eligió la comodidad del silencio y la inercia burocrática. Y con eso, volvió a dejar a las víctimas del lado del abandono.

No hay justicia mientras los sobrevivientes sigan cargando solos con el peso de lo que se les hizo. No hay verdad mientras el Estado no nombre lo que pasó como tortura. No hay reparación mientras el Gobierno siga ignorando su obligación moral y legal.

Yo tengo más de cincuenta años y muchos de los fundadores de nuestra Red ya murieron sin acceso a la verdad, la justicia ni la reparación. Y mientras ustedes leen esto, en los mismos colegios, parroquias y hogares donde nosotros fuimos abusados, siguen ocurriendo los mismos crímenes.

Por eso no vine a contar mi historia para generar compasión ni para despertar emociones pasajeras. Vine a hacer una pregunta política, ética y humana:

¿Qué va a hacer Chile con esta verdad que ya no se puede ocultar?

Porque la indignación no alcanza. Porque los gestos simbólicos sin políticas concretas no reparan. Y porque si el Estado no asume su deuda con los sobrevivientes, entonces el “nunca más” seguirá siendo solo una frase vacía.

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