Por Manuel Retamal Jara
En Chile, votar se ha convertido en un reflejo de las emociones colectivas más que en un acto consciente de proyecto político. Sin necesidad de estudios sofisticados, basta mirar lo que ha ocurrido en los últimos cinco años: personas que respaldaron la entrada al proceso constitucional y luego rechazaron su salida, quienes un día votaron por la Lista del Pueblo y poco después se inclinaron por el Partido de la Gente o incluso por Republicanos, quienes marcaron por Piñera en 2017 y apenas dos años después, se movilizaron en la revuelta popular, o quienes apoyaron a Boric y luego le dieron la espalda cuando negó el cuarto retiro de fondos previsionales, a pesar de que ese proyecto tenía un enorme respaldo social.
Ese electorado inestable, movedizo, sujeto al clima de la coyuntura representa entre el 50% y el 60% de la población. Y es, paradójicamente, el que define todas las elecciones. Su estado de ánimo puede transformarse en cuestión de semanas, incluso de días, y los equipos de campaña lo saben: explotan cada hecho mediático, cada incidente, cada símbolo, desde una bandera rota en Valparaíso durante la campaña del Apruebo hasta los discursos sobre carabineros expuestos al riesgo de muerte por culpa de sus altos mandos.
El “voto neurótico” no es menor y afecta a más de la mitad del electorado y se expresa en una mezcla de ira, angustia y frustración que golpea la vida diaria de millones de familias chilenas. La paradoja es brutal, por falta de información, muchos terminan apoyando medidas que dañan directamente sus propios intereses como la reducción del Estado sin dimensionar que eso significa peores pensiones, más desigualdad en salud, menos educación pública, más crisis habitacional y un transporte cada vez más caro e ineficiente.
Estamos frente a un nuevo sistema de influencia electoral. La prensa y sobre todo, las redes sociales, alimentan la radicalización emocional: primero instalan el odio, luego la negación de todo lo existente y finalmente el arrepentimiento cuando las promesas vacías se vuelven humo. En este esquema, la ideología ya no importa, los programas pasan inadvertidos, la identidad política se diluye. Lo que decide no es el proyecto de país, sino quién interpreta mejor el clima emocional de la semana.
En este escenario, todo liderazgo popular se invisibiliza. El problema no es solo ganar una elección es cómo evitar que esta neurosis electoral sea el terreno fértil desde el cual se levante un fascismo con base popular, un fascismo que capture la rabia y la desmoralización para transformarlas en fuerza política reaccionaria.
Por eso, el voto neurótico necesita un contrario. No basta con criticarlo, hay que disputarle el terreno de las emociones. Frente a la rabia, debemos construir esperanza, frente al odio, una narrativa de futuro. La izquierda no puede limitarse a programas técnicos ni a cálculos parlamentarios. Debe ser capaz de levantar un bloque emocional que hable de patria, familia, trabajo, industria, educación, sueños y utopías. Debe convocar no solo desde la razón, sino desde la vida concreta de las y los trabajadores.
La esperanza como emoción política no es ingenuidad es fuerza material. Porque ningún pueblo se moviliza únicamente por datos o cifras, sino por lo que cree posible alcanzar. Ahí está la tarea transformar la indignación en organización, y la organización en proyecto.
Treinta años de crecimiento con exclusión no alcanzan. Tampoco sirven los programas mínimos pactados con la derecha, que les permiten gobernar desde la oposición. El bloque de la esperanza debe ser independiente, sólido, con horizonte propio, y debe construirse ahora.
El voto neurótico es el síntoma de un pueblo cansado, herido, pero todavía dispuesto a creer. La pregunta es: ¿será la izquierda quien logre canalizar esa energía, o será la derecha quien la transforme en fascismo?
De esa respuesta depende el futuro político de Chile.