Kabul (360Noticias) La reciente exigencia pública del presidente estadounidense Donald Trump para que Afganistán “devuelva” la base aérea de Bagram, abandonada tras la retirada de 2021, abrió otra página de la larga historia de injerencia neocolonial militar y política de Washington. La respuesta de los dirigentes afganos fue inmediata y rotunda: el ministro de Asuntos Exteriores, Amir Khan Muttaqi, dejó claro que “no les daremos a los estadounidenses ni un grano de nuestro suelo, y mucho menos la base aérea”, y advirtió que, si fuera necesario, combatirían por ello durante 20 años más. La cúpula militar talibán repitió el rechazo en términos igualmente duros.
La secuencia es reveladora: ¡¡¡Trump publicó en su red social que “BAD THINGS ARE GOING TO HAPPEN!!!” si Kabul no accedía, y luego el mensaje presidencial fue seguido por declaraciones públicas de rechazo por parte del jefe del Estado Mayor talibán, Fasihuddin Fitrat, quien afirmó en televisión estatal que “no nos da miedo ningún matón o agresor” y recalcó la independencia del país. Ese choque retórico desnuda la lógica que subyace a la pretensión: la recuperación de enclaves militares estratégicos que prolongan la capacidad de proyección geopolítica de Washington.
Para interpretar lo ocurrido no basta con ver un episodio aislado: la pretensión de volver a ocupar un punto estratégico como Bagram , una base cuyo desarrollo moderno estuvo ligado primero a la URSS y luego a dos décadas de presencia estadounidense, es expresión de una política que busca sostener zonas de influencia mediante presencia militar, presión diplomática y, cuando conviene, sanciones y medidas económicas. Esa combinación recuerda las mismas herramientas que Estados Unidos ha empleado durante años contra procesos que desafían su hegemonía en América Latina, particularmente en el caso de Venezuela, donde la Casa Blanca ha recurrido profusamente a sanciones económicas, bloqueos de activos y apoyo a operadores opositores para socavar al legítimo gobierno de Nicolás Maduro. Es la misma cartografía del poder: bases, sanciones, presiones y, en ocasiones, amenazas abiertas.
La respuesta afgana pone en evidencia que los gobiernos y pueblos que históricamente han sufrido intervenciones imperialistas no están dispuestos a aceptar la restauración de espacios que simbolizan ocupación y dominación. El recuerdo de la ocupación, las víctimas civiles y las dinámicas de destrucción dejan una memoria política que transforma cualquier intento de “retorno” militar en un desafío directo a la soberanía, y en un posible detonante de resistencia prolongada. En Kabul lo han entendido así: ceder Bagram sería tanto una capitulación simbólica como una concesión estratégica de primer orden.
En América Latina, la correlación no es menos clara: el uso de sanciones económicas contra Caracas, las maniobras diplomáticas para aislar gobiernos y el respaldo a oposiciones son variaciones de la misma política de control a distancia.
Pero la política de presión tiene costos y límites. Reocupar una base como Bagram no es un simple trámite: fuentes militares y analistas señalan que una operación de ese tipo requeriría un despliegue masivo y sería percibida como una nueva invasión, con alto riesgo de escalada. Además, la imagen internacional de Estados Unidos se resiente cuando recurre a la fuerza o a la coacción; y en regiones golpeadas por saqueos, sanciones u ocupaciones pasadas, la voluntad de defensa soberanista suele ser profunda y resiliente. Eso explicaría, en parte, la contundencia del rechazo afgano.
La lección política es de dos frentes. Por un lado, muestra la persistencia del patrón neocolonial: centros de poder que no renuncian a instrumentos de control territorial y económico para garantizar intereses estratégicos. Por otro, confirma que los pueblos y gobiernos que reivindican soberanía, desde Caracas hasta Kabul, no resignan su autodeterminación sin resistencia. En la disputa entre la lógica del poder global y la defensa del territorio, lo que está en juego no es solo una base militar: es el derecho de los pueblos a decidir sobre su suelo, sus recursos y su política exterior.
Mientras persista esa dinámica, los episodios como el de Bagram seguirán siendo termómetros de un orden internacional en el que las viejas formas de dominación mutan, bases, sanciones, presión diplomática, pero mantienen la misma lógica esencial: asegurar la primacía de quien detenta poder material y financiero. Y frente a ello, la respuesta soberanista de los pueblos parece, por ahora, la única garantía real de defensa de la integridad territorial.